Se cumplen este 2 de octubre 31 años de la muerte del poeta y animador literario Elías Nandino. Comparto a propósito de la efeméride este texto originalmente aparecido en mi libro de crónicas De Memoria, publicado por Editorial Rayuela en 2013
Elías Nandino: Abril 19 1900 - Octubre 2 1993
Una Incipiente Vocación
Jorge Esquinca, como otros jóvenes de su generación, tenía inquietudes artísticas. No sé si la presión social o familiar lo hicieron, sin embargo, pensar en una carrera “más formal”. Apareció una opción atractiva en el Iteso de Guadalajara: una carrera que, en su generalidad –por no llamarla ambigüedad- parecía dar cabida a ciertas expresiones artísticas: la escritura, la fotografía, el cine, al tiempo que daba la impresión de ser una profesión con cierto futuro que más o menos tranquilizaba a los progenitores. Se decía que los medios de comunicación eran una posibilidad de desarrollo profesional muy redituable y satisfactoria, aunque en la realidad los medios solían ser cerrados y ofrecían pocos posibilidades reales a los egresados. Era una carrera de reciente apertura, con un campo de acción aún muy poco claro y con un plan de estudios que no acababa de definirse: entre la práctica en los medios, la investigación, la acción social y otras áreas más. Jorge decidió ingresar y de manera más o menos diligente recorrió a partir de 1975 los cuatro años reglamentarios, cumplió con los requerimientos curriculares, aprobó como pudo las materias que no le atraían y dedicó la mayor parte de su tiempo a las que sí, específicamente a la literatura, la fotografía y los medios audiovisuales. Entabló amistad con espíritus afines entre sus compañeros –aspirantes a músicos como Juan Carlos Ramírez, Ricardo Orta y yo mismo, fotógrafos como Luis Caballo y Rubén Orozco, un amante de la televisión llamado Guillermo Corona-, pero también con algunos maestros: Jorge Paredes, fotógrafo; José Luis Pardo, cineasta y, muy especialmente, con Xavier Gómez Robledo, sacerdote jesuita especialista en literatura. El padre Javiercito, como se le conocía, fue una especie de guía afectuoso que repetía siempre las palabras (por ejemplo, para pedir la atención de algún discípulo distraído, decía con inigualable simpatía: “Pon cuidao, pon cuidao…”) y que, al ver el potencial de Jorge, lo alentó a que investigara, leyera y se involucrara de manera más decidida en la literatura y en especial en la poesía. Ya cerca del final de la carrera le sugirió a Jorge dos opciones para profundizar más en la creación literaria. La primera era el taller del escritor Arturo Rivas Sáinz, coordinador del llamado Grupo Summa -que editaba una revista del mismo nombre- y a quien Gómez Robledo conocía personalmente; la segunda opción era Elías Nandino, médico y poeta coculense muy reconocido en el país y que había pertenecido a la generación de Los Contemporáneos. Gómez Robledo no lo conocía en persona pero tenía referencias de su calidad como poeta. Se decía por esos días que Nandino iniciaría pronto un taller literario en la Casa de la Cultura Jalisciense, auspiciado por el Departamento de Bellas Artes del Estado. El doctor había tenido un taller previo, efímero, a principios de los setenta por el que pasaron escritores como Jorge Souza, Ricardo Yánez y Dante Medina, entre otros, luego emigró de Guadalajara y, por invitación de un funcionario de Bellas Artes de nombre Álvaro Soriano y Bueno, regresó a la ciudad a fines de la década.
La intuición –sin duda afortunada tomando en cuenta los resultados posteriores- hizo que Jorge se decidiera por éste último, Elías Nandino, de quien había leído tan sólo su volumen Eternidad del Polvo. Con los años Jorge se volvió un poeta reconocido en el país, ganador del Premio Aguascalientes y autor de una colección importante de poemarios. Quién sabe qué habría sido de su vida literaria de haber optado por el otro taller.
Jorge Esquinca
Los Nandinos
Esquinca acudió a la Casa de la Cultura a fines de aquel año 1979, se apersonó con el doctor Nandino quien lo presentó con el resto de los integrantes del taller, todos jóvenes ansiosos por escribir: Luis Fernando Ortega, Javier Ramírez, Rafael González Velasco, Felipe de Jesús Hernández, Luis Alberto Navarro, Carlos Real, con quienes pronto trabó una amistad que derivó en proyectos comunes.
Para entonces ya había fructificado una idea impulsada por Nandino que perduró incluso muchos años después de su muerte: el establecimiento de los Miércoles Literarios (bautizados así por Javier Ramírez) que tuvieron su primera sesión un 4 de julio de 1979.
El doctor veía la necesidad, por una parte, de que sus jóvenes talleristas se relacionaran con escritores de la capital, especialmente con aquellos que habían sido sus discípulos en la revista Estaciones, gente como José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Gustavo Sáinz. Y por otra, que hubiera un foro donde se realizaran conferencias, lecturas y lo que se les ocurriera a quienes se formaban literariamente en el taller. Las sesiones de los Miércoles cumplieron ambas funciones. Según rememora Javier Ramírez, “…Nandino nos dijo que programáramos lecturas o presentaciones de libros para aprovechar el auditorio de la Casa de la Cultura. Él hizo las gestiones ante el entonces jefe de Bellas Artes, Alejandro Matos. Nandino era muy entusiasta y nos impulsaba a hacer cosas, y como nos urgía a que programáramos actividades, no se nos ocurrió mejor cosa que empezar nosotros mismos con una lectura de poemas y cuentos, y luego siguieron otros compañeros del taller. Hacíamos la programación por mes”.
Javier Ramírez
Revistas, Proyectos
Al mismo tiempo comenzó a gestarse otro proyecto dentro del taller, el de una revista que acabaría llamándose Campo Abierto y de la que tan solo se publicarían tres números. La historia, según relata el propio Esquinca, fue más o menos así: en 1980 Nandino cumpliría ochenta años. Bellas Artes de Jalisco quería hacerle un gran homenaje pero él, de manera astuta y generosa, pidió que en lugar de ello el departamento financiara una revista donde publicaran sus talleristas. Además pidió apoyo para la formalización de los Miércoles Literarios y para la edición de pequeñas plaquettes con la obra de los alumnos más aventajados. A todo le dijeron que sí y además, como era de esperarse, le hicieron el homenaje, al cual acudieron los ya citados Pacheco, Monsiváis y Sáinz a quienes los jóvenes talleristas conocieron por fin. Poco después le fue otorgado a don Elías el Premio Nacional de Letras, con lo cual su nombre volvió a sonar en todo el país y lo mismo sus proyectos, taller incluido. Todo ello derivó en una cantidad cada vez mayor de solicitudes para el taller, al grado de que el doctor no se daba abasto y decidió delegar parte de las responsabilidades en el propio Esquinca y en Felipe de Jesús Hernández.
Por ese tiempo el exconvento del Carmen se vació de oficinas y se consideró la posibilidad de dar sede permanente al taller de Nandino en su capilla –que más tarde fue bautizada, precisamente, como “Capilla Elías Nandino”. Una nueva revista se gestó para sustituir a Campo Abierto y recibió el nombre de La Capilla, dirigida por el propio Jorge Esquinca.
De entre los miembros del taller surgieron también otros proyectos, como el de Cuaderno Breve, animado principalmente por Javier Ramírez y que publicaba, mediante ediciones sencillas, a nuevos escritores de la ciudad. Javier, artista inquieto, además de escribir poemas había pasado por las escuelas de música y de artes plásticas de la Universidad de Guadalajara, por lo que tenía ciertas nociones de composición gráfica y diseño editorial.
Sus libros tuvieron repercusiones no sólo en Guadalajara sino incluso en el exterior, por la calidad de los textos de autores como el joven poeta Raúl Bañuelos y otros más.
Con el tiempo Javier se dedicó a la investigación en artes plásticas y a organizar exposiciones dentro de la misma UdeG.
Siguiendo el ejemplo de Ramírez, Jorge Esquinca pensó también en hacer libros y fundó, en 1982, la editorial Cuarto Menguante con otros socios que aportaban dinero y trabajo en una época en la que hacer libros –aún estos, en papel fabriano y cosidos a mano- no era tan complicado ni tan costoso como lo fue después. Luis Fernando Ortega, Felipe de Jesús Hernández, Adriana Díaz Romo, Rubén Orozco y el pintor Roberto Márquez, fueron parte de esa sociedad que se sostuvo varios años y en la cual, además de libros de literatura, se llegaron también a publicar algunos de artes visuales de calidad muy aceptable: Marcos Huerta, Lucía Maya, Roberto Rébora y el propio Roberto Márquez fueron los artistas incluidos en la breve colección de apenas cuatro títulos. Crisis económica y devaluación monetaria complicaron el panorama que, sin embargo, no impidió la edición intermitente de más libros de poesía.
Elías Nandino
El Doctor
Nandino, a decir de sus discípulos, era muy respetuoso con el trabajo de todos y siempre se interesó por trabajar con jóvenes por inexpertos que fueran. Cuando alguien llegaba por primera vez a enseñar sus textos, podía ser incluso condescendiente, tenía siempre palabras de estímulo más que de crítica. Sin embargo, conforme avanzaba el tiempo y había más confianza, podía llegar a ser muy duro en sus apreciaciones. En cierta ocasión Roberto Márquez salió de una sesión verdaderamente afectado por los fuertes comentarios del doctor respecto de sus textos. Roberto, quien había estudiado arquitectura, tenía intereses artísticos diversos, el más fuerte, sin duda, la pintura, pero también deseaba escribir poesía y tenía especial gusto por la música. Incluso era capaz de sentarse al piano a improvisar durante horas en un estilo de ciertas reminiscencias jazzísticas. Había ido apenas a unas pocas sesiones en el taller de Nandino cuando el doctor lo increpó fuertemente y casi le dijo que se dedicara a otra cosa, que en la poesía no tenía futuro. Los demás compañeros trataron de animarlo al final de la sesión, lo llevaron a su casa y gracias a ello conocieron su habilidad en el dibujo. Surgió ahí una relación más estrecha de trabajo y amistad que duró muchos años. Y si bien Roberto no dejó de escribir, sí se fue dedicando cada vez más a la pintura, al grado de que esa se convirtió muy poco después en su verdadera profesión. Viajó a Estados Unidos y comenzó una carrera internacional de considerables frutos.
Esquinca también recuerda haberle enseñado a Nandino el borrador del que sería su primer libro de poemas La Noche en Blanco. El doctor lo leyó y le hizo anotaciones y comentarios elogiosos pero después lo situó en la realidad con un comentario fulminante: “tus poemas son muy buenos, incluso algunos son perfectos, pero les hace falta algo muy importante: dolor”. Era una manera de decirle a aquel joven de 23 años que tenía oficio, facultades y talento, pero que aún le faltaba algo fundamental para un escritor y eso era vivir. Una lección que Jorge puso en práctica poco a poco.
La otra gran lección que ofrecía Nandino no venía directamente de él sino de su biblioteca, amplia, abundante, impresionante y siempre abierta. Prestaba cualquier volumen de ella sin mayor trámite, sin anotar datos, sin firmas de compromiso, sin plazos, con absoluta confianza. Ahí estaban todos los libros que no se conseguían en ninguna librería de Guadalajara, primeras ediciones de los Contemporáneos, muchos autores que los miembros de ese grupo literario leían, poetas franceses, alemanes, libros de ensayos, todo a disposición de los discípulos que aprovechaban por igual la sapiencia y la generosidad del poeta.
Como ya dije, la buena fama del taller atrajo a muchos otros prospectos de escritores, muchos de los cuales no tuvieron constancia pero otros llegaron a dedicarse profesionalmente a las letras. Autores como Luis Martín Ulloa, Sergio Cordero, Adriana Díaz Enciso y Ernesto Lumbreras salieron de las filas nandinistas.
Al paso del tiempo la avanzada edad de Elías Nandino le impidió seguir con el taller. Se fue a su tierra, Cocula, donde pasó los últimos años de su vida. Jorge Esquinca viajó a Europa en 1984 y a su regreso ya no formó parte del taller de manera constante. Sin embargo el taller continuó algunos años más bajo diversas manos: Ernesto Flores, Luis Alberto Navarro, Patricia Medina hasta que, con los cambios de administraciones estatales, fue perdiendo impulso y finalmente desapareció.
De él quedaron, sin embargo, muchas consecuencias: autores profesionales, un enriquecimiento de la vida literaria de la ciudad, los sobrevivientes Miércoles Literarios en la capilla del exconvento del Carmen, donde aún muchos años después se seguían llevando a cabo lecturas, presentaciones de libros y conferencias al amparo de quien le dio nombre permanente: el doctor Elías Nandino.