Recién anunció la presidenta electa que volverán los viajes en tren entre Guadalajara y la Ciudad de México. Lo cual me lleva a desenterrar esta breve crónica sobre los viajes en ferrocarril en los años 70 y 80 del siglo 20, que originalmente fue publicada en mi libro De Memoria.
No sé exactamente cuántas veces viajé en ferrocarril entre la ciudad de México y Guadalajara durante la década de los setenta y en la primera mitad de los ochenta. Lo que sí recuerdo es que me mudé definitivamente a la capital de Jalisco en 1970 y el viaje fue en el famoso Pullman que salía alrededor de las 8 y media de la noche –la puntualidad nunca fue su principal característica- de la estación de Buenavista. Llegaba, si todo salía bien, lo cual con frecuencia no era así, doce horas después a la central de Guadalajara, allá en la avenida Washington. Para un adolescente como yo la travesía siempre era excitante gracias al tren mismo: los vagones tenían dormitorios, ¡uno podía dormir –es un decir-, acostado y cubierto por cobijas! (unas color café, delgaditas).
Llegar a la estación, caminar por el andén , sentir el peculiar olor y escuchar los sonidos únicos producidos por esos poderosos animales adormilados, todo encerraba una especie de magia antigua muy seductora. Lo recibía a uno en el vagón correspondiente un señor vestido de blanco –el porter, le llamaban- quien cargaba las maletas y nos guiaba por el estrechísimo pasillo hasta un camarín con un par de sillones que un rato después de que el tren entraba en movimiento desaparecían para dejar su lugar a dos camas, una abajo y otra arriba. Había otros con una sola cama y hasta unos que, al abrir una puerta intermedia, se volvían dobles. La espera para que el tren se pusiera en movimiento era, con frecuencia, demasiado larga. Muchas veces tenía uno tiempo de despedirse de los amigos y familiares varias veces, hasta que el porter daba la orden de “todos a bordo” y, entonces sí, el viaje comenzaba.
Uno tenía la opción de permanecer sentadito en su compartimiento o vagar por ahí, entre un vagón y otro haciendo equilibrios, chocando todo el tiempo con los muros laterales y efectuando complicadas maniobras cada que encontraba a alguien que venía en sentido contrario: no cabían dos personas en los pasillos. Uno veía puertas cerradas y se imaginaba historias que podrían estar ocurriendo adentro, pero algunas estaban abiertas y exponían a gente como cualquiera. Señores solos, de corbata, familias con varios chiquillos alborotados que enloquecían cuando el porter transformaba los sillones en camas y peleaban respecto de quién dormiría arriba, parejas de gente mayor o más joven que esperaban la hora de dirigirse al carro comedor a disfrutar la cena. Porque el boleto incluía la cena y el desayuno.
En el comedor había, por supuesto, mesas y sillones dispuestos en pares. Si ibas solo o con otra persona, te tocaba compartir la mesa con desconocidos que a veces eran silenciosos y otras parlanchines. El menú no era muy amplio pero recuerdo que la comida me gustaba. Solía cenar una sopa –minestrone, creo- y carne asada y en el desayuno me fascinaban los hot cakes. Lo que era una auténtica proeza era mantener el equilibrio al comer. Yo, que con frecuencia vacilaba al tratar de introducir el tenedor en la boca o al intentar servir agua en el vaso, me admiraba al ver caminar a los meseros charola en mano con aquella autoridad, sin un solo tropiezo a pesar de los brincos y brusquedades.
Luego de la cena uno iba al “carro fumador”, que era más amplio y donde solamente había sillones en los lados. Ahí uno podía ir, obviamente, a fumar pero también a tomar un trago o varios o muchos. Una nube densa anunciaba el ingreso al vagón donde algunos permanecían hasta altas horas de la noche. Después, el regreso al dormitorio era aún más tortuoso pero el alcohol ingerido aseguraba un sueño más o menos profundo arrullado por el ruido de las ruedas sobre los rieles y el ocasional silbato de la locomotora que sonaba a lo lejos. Antes, claro, había que ir al baño y eso era una odisea mayor para los hombres que para las damas: el vaivén dificultaba la puntería.
Además del movimiento lo que más fascinaba del tren era su sonido. Fierros que chocaban entre sí, el rítmico y constante batallar de las ruedas metálicas avanzando, el larguísimo sonido del silbato previniendo sobre la cercanía del monstruo. Ruidos que solamente cesaban cuando la máquina se detenía en algún poblado. Se habituaba uno tanto al ruido que era inevitable despertar cuando éste cesaba. Se producía una especie de inquietud. “el tren se detuvo…¿se habrá descompuesto? ¿dónde estaremos? ¿cuánto tiempo permaneceremos aquí?”. También sorprendía la variación sónica cuando uno pasaba de un vagón a otro: había que accionar un raro sistema de manijas y en cuanto se abría la puerta sonaba el estruendo sobre las vías.
Era también seductora la idea de permanecer ahí algunos minutos, entre los vagones, mirando el paisaje moverse con rapidez, sintiendo el fresco –a veces frío intenso- de la mañana o la noche antes de entrar al siguiente vagón.
En la mañana muy temprano sonaba sin falta una impertinente marimbita acompañada de la voz que repetía varias veces cada vez más lejanas: “llamada para desayunar”. El porter indicaba que el comedor estaba abierto de nuevo y lo mejor era levantarse pronto para asegurar lugar y comida. En realidad lo que los empleados del ferrocarril deseaban era que todo mundo saliera cuanto antes de los dormitorios para poder quitar las sábanas y volver a transformarlos en salitas con sillones. Si alguien se quedaba dormido el trabajo se retrasaba, así que después de la marimbita seguían los toquidos en la puerta y los avisos verbales: “ya casi llegamos a Guadalajara” o a México, según el caso. Aunque la verdad era que aún faltaban varias horas para el arribo. Uno al levantarse nunca sabía con precisión cuánto tiempo había estado parado el tren en tal o cual estación o si se había producido una descompostura durante la noche, así que lo mejor era confiar ingenuamente en el señor de blanco y creer que ya mero llegábamos. Cuando pasaban las horas y no había señales de la estación preguntábamos: “oiga ¿faltará mucho? ¿vamos retrasados?” Cuando era inevitable el porter reconocía que el tren iba tarde y que aún faltaba un rato cada vez más aburrido. Recuerdo que un par de veces, en lugar de llegar a las 8 de la mañana, el tren lo hizo a las 8 ¡de la noche!
Y a pesar de cualquier contratiempo uno deseaba, en lo posible, viajar en tren, en el famoso pullman. El avión, que tardaba apenas 50 minutos en llegar, era demasiado caro. Los autobuses, aunque más económicos, demasiado incómodos.
Pero el ferrocarril se detuvo; acaso dejó de ser rentable, quizás nunca se renovó, tal vez los otros medios de transporte fueron ganando popularidad u ofreciendo mejores condiciones, a lo mejor se desgastó el sentimentalismo medio bucólico con el que uno se trepaba en él y triunfaron otras opciones pragmáticas. Quién sabe. El caso es que el entrañable pullman un día desapareció y aquellos viajes ya son nostalgia. Si subirse al tren era de alguna manera emprender un viaje al pasado al entrar en una especie de cápsula del tiempo, ahora pensar en el ferrocarril es remitirse, irremediablemente, a un pasado que hace rato se nos fue.
Entrañable crónica generacional, querido Alfredo.
Es inexplicable, o mejor dicho, muy explicable la desaparición neoliberal de nuestro Pullman GDL-DF. En Europa y aún en Estados Unidos, se usa mucho, y ha devenido en los AVES, o trenes de alta velocidad que son una delicia, no comparable co el odioso avión, que, se ha convertido en un medio muy saturado, contaminante y vulgar.
En fin un relato que deben conocer las generaciones, de los 2000 sin duda, gracias por ello Alfredo.
Un abrazo